Hormigas

Y entonces los niños se apartaron con estrépito febril de sus asientos dejando libretas abiertas y lápices tumbados sobre los pupitres y de hinojos frente al encerado se reclinaban hacia el rodapié para contemplar embelesados la hilera de hormigas que lo orillaba. Expeditas y laboriosas trasegaban con pedazos de una especie de pulpa negra. Algunas se entrechocaban y se detenían como si conversaran, como si intimaran.

—¿De qué hablan las hormigas, profesor?—preguntó uno

La hilera se perdía en una grieta en la base de la jamba y allí otros pocos niños se arremolinaban fascinados por el milagro de la dispersión de la vida, quizá por la resonancia que en ellos una soterrada brutalidad atávica hacía: el cadáver de un escarabajo era meticulosamente desmantelado.

—¡Mire, profesor, parece que se lo llevan como si fuera un puzzle!

—Sí

—¿Y por qué lo hacen?

—Están trabajando. Lo llevan al hormiguero.

—¿Y por qué lo rompen para llevarlo al hormiguero y no se lo llevan entero?—inquirió otro.

—Para que quepa dentro y poder repartirlo a todas sus hermanas y para que todas puedan comer. Ese será el alimento que guardarán durante el invierno.

—¿Y no tienen pena del escarabajo, profesor?—siguió otro

—No

—¿Y por qué no?

—Porque la naturaleza es así —sentenció él.

* * * * *

Al terminar la jornada, sabía que el padre de Marcos se retrasaría para llevárselo. Había tomado esa intolerable costumbre hacía unos meses. En ella el profesor barruntaba una humillante crueldad, un terco orgullo, pues el hombre había sido amonestado por su impuntualidad y no daba visos de tomar solución o de disculparse. Le justificaba un poco, el reciente abandono, decían, de su mujer, de la que nada se sabía, y su oscura presencia era atribuida a una posible depresión por la ruptura; otros, de lenguas más maldicientes, hablaban de una vuelta a sus escarceos con las drogas. Toda esta calamitosa situación suya había malogrado un incipiente despegue del niño en su capacidad de lectoescritura ¿Y quién debía al final enderezar la situación?

Llegaba entonces con la ropa desaliñada, el rostro opacado, los ojos de ausencia, graso el cabello y desgana en su caminar. Arramblaba con Marcos, mascullando palabras inconexas en las que el profesor quería adivinar o excusas con las que el hombre aliviaba su mala conciencia, o insultos con los que tal vez se arrancaba su indiscriminada hostilidad hacia el mundo.

Padre e hijo se perdían entonces de su vista como fantasmas silenciosos trasponiendo los árboles del parque frente al colegio. En esos momentos en que algunos padres cedían a las peticiones de los hijos para jugar en el parque, aquel hombre  nunca consintió su tiempo para disfrute del hijo. Todo parecía siempre hecho a su huraña medida.

* * * * *

El hombre entra en la casa empujando la puerta entornada. El niño, que quedó rezagado por el camino, va tras él como exangüe y se deja caer en un sofá ajado. Apenas hay luz en el salón y en la cocina y la penumbra del pasillo no nos da cuenta del número de habitaciones. En las paredes cuelgan los desconchados que la pareidolia del niño a veces vivifica inútilmente en sus largas horas de silencio, de hastío. El mobiliario desvencijado y polvoriento es testigo de que en aquella casa se ha detenido de alguna forma para siempre la vida. O quizá nunca estuvo.

El hombre abre la nevera para encontrar algo que beber y luego, como asaltado por un recuerdo incómodo se dice con pesado fastidio que el niño debe comer. La nevera está casi vacía y completamente mugrienta. Envuelto en film transparente sobre una de sus frías planchas, hay un brazo humano. La pintura en las uñas de sus finos dedos la delatan. 

La naturaleza, corrompida por la sociedad aún insoluble, también es así.

David Galán Parro

21 de marzo de 2024

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