El calamidad

Problemas, lo que se dice, problemas, nunca he tenido. No se me ha muerto nadie, no he pasado hambre, no he tenido enfermedades graves. He hecho siempre lo que me ha dado la gana. Sólo lo pasé mal una vez y todo por culpa de una mujer que me la jugó.

Desde los dieciocho he trabajado en esto de la peluquería y lo poco que gano lo quemo rápido. No tengo ahorros. Y en verdad ¿Para qué? El cementerio no distingue ricos de pobres. En los restaurantes no miro la cuenta. En los supermercados pillo lo que me entra por los ojos sin mirar precios ¿Van a cambiar las cosas por mirarlos? Ahí seguirán. Si los precios suben, suben y si bajan, bajan. Es lo que hay. Yo procuro ir a lo mío. Es mi filosofía.

La época en que todo pasó yo andaba mal con mi novia. Tú sabes como soy: un golfo, el peor golfo que te puedes echar a la cara. No lo puedo evitar. Y la piba me quería. Vaya si me quería. Pero al segundo año, de los ocho que estuvimos juntos, yo ya me follaba a toda la que cogía por delante. Ella no sospechó nunca nada en lo que duró la cosa, excepto en el tiempo en que salíamos con su mejor amiga y el novio de ésta. Ibamos a la playa, al cine, a los restaurantes, los cuatro, y la verdad que todo normal, hasta el día en que su amiga va y me confiesa que yo le molaba. Yo no tuve problema con eso: ella me ponía también. Así que nos empezamos a enrollar follando a destajo, en descampados, en su casa, en la mía —bueno, en la de mis viejos—-, como si se nos fuera la vida. Luego cuando salíamos los cuatro el morbo nos comía. Esto se convirtió en un bucle. Un jodido bucle. Un día, casi él nos pilla: Visitaban juntos por primera vez mi casa. No estaban los viejos. Yo había habilitado un cuarto donde hacía mis pinitos de peluquero y quería mostrarlo. En verdad lo hacía para calentarnos, para preparar el asalto que luego viniera. Entonces ella pidió ir al baño. Al día siguiente me contó que el novio no entendía la familiaridad con que se había dirigido allí. «Al pasar por delante del pasillo vi el baño de refilón» le explicó. Él se lo creyó y zanjó el tema, pero por hache o por be la llamada de atención nos metió miedo. Fuimos entonces espaciando las salida a cuatro, más por mi novia, que se olía algo, que por su novio y esta falta de encuentros atrajo los sentimientos entre los dos, sobre todo en ella, tal vez porque preveía que la cosa no podía seguir. Así que tuvimos que dejarlo al final. Años después, me dijo que cuando le contó todo a él, éste le soltó que por haber sido conmigo la perdonaba. De locos. Ése no era un hombre ni nada. No tenía huevos ni dignidad. Cualquiera hubiera venido a romperme la cara.

Pero a lo que iba: andaba mal con mi novia cuando empecé a tirarme a una compañera cubana, una esteticista recién contratada en la peluquería. La tía estaba buenísima, pero no valía un duro. Era una loca con la que no llegabas a una conversación con tino de aquí a la esquina. Eso sí, follaba de escándalo. Los mejores polvos de mi vida. Te lo juró. Yo estaba enganchadísimo.

Entonces un día me llama, me da bola y al rato me pregunta si yo seguiría con ella con un chiquillo de por medio. La pregunta me los puso de corbata: «¿Y eso a qué viene ahora?» «Me he hecho tres pruebas y las tres dan positivas» me suelta. Me agarré para no irme al suelo Tres pruebas positivas eran premio seguro y el cuadro era éste: Yo vivía con mis padres aún. Mi hermano Alberto, cinco años mayor que yo, se había independizado y estaba con su novia bien colocado de funcionario de carrera. Mi madre ya jubilada había sido toda su vida profesora y mi padre, ingeniero. Lo de ellos era vocación, lo mío, por hacer algo. Yo era un consentido, un bala perdida, un calamidad. Si por lo menos lo que iba a venir, fuera con mi novia….Pero ¿qué iba a hacer yo con un hijo de aquella guarra? A mis padres les daba algo. Tenían cierta reputación, me entiendes. Era un marrón para toda la familia.

No podía dormir ni comer; solo cagar: una cosa dura metida bajo el pecho me aflojaba las tripas y me mandaba al retrete a cada dos por tres. Alguien me aconsejó entonces una pastilla para conciliar el sueño. Me tomé tres esa noche y ni con esas. A la semana la piba me dejó tras ocho años. «Por lo menos me ahorro explicaciones con ella» y por ahí me quité un peso de encima. Pero la cubana no podía joderme la vida. Tenía que pensar en algo. Cuando le conté la situación a un colega, éste me dijo: «Manu, a lo mejor el chiquillo no es tuyo. Tienes que comprobarlo. Por lo visto, esa perra se ha tirado a medio personal en la peluquería. No seas primo, bro, a ver si te vas a buscar la ruina por un chiquillo que no es tuyo». Tenía razón. La llamé y de nuevo me preguntó si la querría con chiquillo por medio. Improvisé poniéndome meloso: «Claro, amor, por algo he dejado a Marta, nosotros adelante —se lo estaba tragando—. Pero vamos a asegurarnos bien del resultado de las pruebas. Es mejor ir a un hospital. Yo me quedaría más tranquilo, mi amor» Y me ofrecí a acompañarla: tenía que ver unos resultados definitivos. «No. Es mejor que me acompañe mi madre» dijo. Insistí. Se negó. Insistí. Se negó de nuevo. Aquella resistencia me desconcertó y levantó en mí cierta sospecha. Al final casi suplicando le dije: «Infórmame en cuanto sepas y tráeme los documentos del resultado, mi amor» 

Lo que vino después fue una semana de dura espera en la que la hojilla y la tijera me temblaban en las manos para dolor de alguno. En una de las noches, hice el gesto de ponerme a rezar al pie de la cama. De niño mi madre nos llevaba a Alberto y a mí a misa. Era costumbre aún en el pueblo. Yo hice la comunión a la vez que mi hermano se confirmaba. Sobre los once ya no quería saber nada de misas ni de curas —mi madre respetó la decisión— y desde entonces no tuve cuentas con Dios. Nunca, hasta aquella noche de mierda en que fui a postrarme para al momento decirme: «¿Qué coño hago? Ni que tratara con un colega de juergas al que se la suda todo» Luego pensé en Alberto: Dios le andaría premiando su lealtad. Conmigo no iba a ser tan generoso.

En el día convenido, la cubana me vino a coger la llamada por la noche, en mi enésimo intento:

—Cariño ¿No habíamos quedado en que me contactarías en cuánto salieras? —le pregunté simulando cordialidad.

—Sí, pero no pude.

—¿Y?

—Nada. Las dos pruebas que me hice por mi cuenta no daban los resultados correctos.

«¿Las dos pruebas?» pensé ya con mala idea.

—¡Genial, pues vamos a celebrarlo, cariño! Todo ha sido un susto. Paso a buscarte  —y colgué. 

En su casa yo tenía algunas pertenencias.

—¿Aún no estas preparada? —fingí de buen rollo en la puerta de entrada— Voy cogiendo unas cosas que tengo en tu cuarto —y me adelanté sin permiso.

Como imaginé, su madre, que trajinaba en la cocina, me saludó afectuosa sin mencionarme el tema. Hice el paripé. Entré en su cuarto, cogí lo que era mío y cuando me crucé con ella de vuelta en el salón supo de inmediato por mi expresión todo. En un susurro contenido le dije:

—Hija de puta ¿Y esta era tu manera de averiguar si yo iba en serio? No te escacho la cabeza porque en este país me mandan a prisión.

Se quedó temblando, clavada allí. Yo estaba ciego: era lo más horrible que le había dicho en vida a una mujer y al mundo entero. Me vi como un monstruo peligroso. Al fin y al cabo ¿qué había hecho ella que no fuera también barrer para casa? Cuando salí, tomé el móvil, le mandé un breve mensaje de disculpa y la bloqueé para siempre. No quería tener el más mínimo roce. Hacía una semana que la habían trasladado a otro establecimiento y eso ayudaría.

Estuve un año sin interés por las mujeres y rallado con la idea de que no era fértil: siempre lo hice a pelo con todas y a ninguna le hice un hijo. 

Creo que esa será la única alegría que les daré a los viejos.

David Galán Parro

12 de mayo de 2024

Sobre la publicación de El idealismo homicida

Para sentirme seguro de la publicación del artículo «El idealismo asesino» consulté sobre su idoneidad a mi amigo Francisco Umpiérrez Sánchez, filósofo e investigador independiente. Esta fue su respuesta:

«Me parece totalmente adecuado para su publicación. Lo importante para tu persona: expresa o configura tu punto espiritual propio. ¿Por qué la otra persona es como es? Sencillamente porque su alimento espiritual en el 90 por ciento proviene de fuentes reaccionarias, esto es, de fuentes incultas. Decía Luria que para modificar la conciencia se necesitan años. Ahora bien, para modificarla la clave está en que la persona en cuestión quiera modificarla. Y si una persona lleva decenas de años alimentándose del pensamiento reaccionario, poco se puede hacer.  Lo que habría que decirle a esa persona y a ti mismo es lo siguiente: leamos conjuntamente el libro de Martin Wolf y discutamos sobre sus ideas. Es el único modo de avanzar. Lo contrario supone no salir de los mundos pequeños, incultos y reaccionarios.»

Hoy hice una primera lectura del prefacio del libro que aconseja mi amigo, La crisis del capitalismo democrático de Martin Wolff, y descubro la opinión moderada de un hombre culto de derechas, de un hombre que se siente hijo de la Ilustración, de un hombre que opta por separase de forma firme de toda posición extremista y reaccionaria. Por fin respiro aliviado entre tanto discurso agresivo de la derecha extrema.

David Galán Parro

9 de mayo de 2024

El idealismo homicida

Alguien de extrema derecha defiende como legítimo el enriquecimiento ilimitado, esto es, la ausencia de tope máximo a los ingresos y al patrimonio de alguien.

Yo le digo que con su posición favorece el mantenimiento de las desigualdades sociales en el mundo, a lo cual me responde que no, que en absoluto es esa su intención respecto del problema de la pobreza.

Esta persona no entiende que una cosa es intención y otra son resultados objetivos. No distingue que una cosa es tener la intención de no favorecer el mantenimiento de las desigualdades sociales y otra es conseguirlo.

Le digo que se puede tener frente a la realidad una posición objetiva o una posición subjetiva. Le digo que para tener una posición objetiva hay que formarse, cosa que mi interlocutor no quiere acometer, porque le basta, dice, la opinión de la calle que es donde se encuentra la verdad. Según su razonamiento no es necesaria la teoría, los conceptos, la ciencia para acercarnos a la esencia de la realidad objetiva. Le digo que en tanto no acometa esto, su posición es subjetiva. Mi interlocutor sin embargo me tilda de ser un idealista y se atribuye a sí mismo, el ser un realista.

Pero la realidad se muestra así, a pesar de las buenas intenciones de mi interlocutor de extrema derecha: Amancio Ortega se gasta 182 millones de euros en la compra de un yate. En Jordania la renta per cápita fue de 5 euros en 2022. Esto quiere decir que con lo que gastó Amancio Ortega para adquirir el yate podrían vivir en ese año 36.400.000 jordanos. Pero la población de Jordania es de 10,269.000 habitantes lo cual implica una verdad más dolorosa: con lo que gastó Amancio Ortega podrían vivir durante tres años y medio toda la población de Jordania.

Mi pregunta es entonces: ¿Puede mi interlocutor afirmar que su posición es objetiva frente a la solución del problema de la pobreza extrema? A las claras se ve que no. Entonces ¿Por qué se empecina en su posición? Sólo cabe una respuesta: Porque antepone a lo que es el mundo su representación del mundo, porque prefiere mantener viva su idea a costa de la muerte de millones de seres humanos en el mundo. 

Y esto es ser algo más que un idealista: es ser un idealista homicida.

David Galán Parro

9 de mayo de 2024

El náufrago

¡Náufrago! Soy Calipso, hija de Atlante, el dios que conoce todo lo que acontece en el abismo marino y que sostiene con su espalda el cielo para separarlo de la tierra sobre la que sin su empeño, se precipitaría aplastando a los hombres. Mi padre fue el precursor dadivoso que instruyó a éstos sobre el movimiento de los astros, quizá con la pretensión de que alcanzaran la modestia propia de su insignificancia o la inmodestia propia de quienes aspiran a ser también dioses.  

Vivo en esta isla azotada por las olas en el ombligo del mar. Son boscosos sus parajes y fieras las criaturas que los pueblan. Más me he acostumbrado  a este medio hostil que desearía librarse de mi presencia. La soledad ha sido durante años mi compañía, mi látigo, mi condena. Irremediablemente, durante miles de horas, se ha desatado mi lengua a parlamentarle al viento y en las próximas miles no han de sucumbir jamás mis carnes célibes: siempre te seré joven y apetecible, y si te quedas gozarás también de inmortalidad y juventud eterna.

Todos quisieran tu suerte, náufrago. Todos quisieran arribar a estas playas solitarias tras las muchas penalidades que depara la incierta navegación y descubrir en ellas el amor abnegado. Conocerás mi piel desnuda sobre los lechos arenosos que nos reclaman escondidos en las grutas que horadan esta isla perdida. Conocerás el manantial que soy con solo el albor de tus caricias.

No llores, náufrago, por esa mujer y esa patria que obstinados repiten tus labios. Pronto serán un frío recuerdo y tú, el que hoy eres, también. Yo habré de ser tu mujer, tu patria, tu mundo. No llores, te repito, no llores…

David Galán Parro

6 de mayo de 2024

A falta de hijos

A falta de hijos yo invento historias que, como ellos, abandonan el hogar. Entonces me vuelvo casa desolada empacando silencio en minutos y sabiéndome de nuevo preñado de algo que avanza en la niebla. 

Nosotros, desperdigados e imperfectos, acaso sean eso los hijos.

¿Qué ve el hombre en su lecho de muerte cuando mira el rostro del hijo? El contumaz intento de eternizarse sin la gravosa carga de su conciencia; un conato de rebeldía que confronta a la nada.

Y entonces ¿qué es escribir? Otra esperanza vana, otra ingenuidad terca.

Por eso si me preguntan: «¿Por qué escribes aún, pese al presentimiento de que nunca te leerán?» Yo responderé: «Porque me es imposible, como en un padre, conjurar el sentimiento de entrega sin contrapartida, aunque éste sea el sutil sucedáneo de un destino de carne estéril.

4 de mayo de 2024

David Galán Parro 

El insulto reaccionario

Paseo junto a un amigo y nos tropezamos con un conocido de él. Con su talante natural mi amigo inicia conversación. Apenas hace un breve comentario que trasluce su posición de hombre de izquierdas y su interlocutor, de derechas, lanza de forma desaforada un insulto hacia el actual presidente del gobierno. A la vista está que será difícil un mínimo intercambio de ideas. Mi amigo dice sin entrar en debate: «No vamos en el mismo barco» y el otro le responde: «Afortunadamente». Nos alejamos y un resabio queda en nuestro ánimo. Pasar cerca en barcos contrarios para nada implica empezar a cañonazos. 

El exabrupto es reflejo del clima de confrontación política que vivimos en el país, donde principalmente el discurso de derechas se ha extremado hasta el punto de no dar argumentos. Este discurso ya avanza y comienza a ser aceptado en la calle, esta obscenamente en boca de muchos, y se afianza sin remisión. Es la voz del pensamiento reaccionario que copa todos los ámbitos de la vida y los destempla. Es la voz quizás de un inminente fascismo. Mi amigo me dice: «Soy excesivamente conciliador, pero eso se acabó» Siento entonces que es el momento de hablar, de no callar, de no transigir con la más mínima irracionalidad, aunque tengamos que sacar nuestros más débiles argumentos. 

En una guerra con metralletas, hasta un puñal también es necesario.

3 de mayo de 2024

David Galán Parro

El sol de la rebeldía (*)

No hay otra solución a mi vida sino cruzar el río. Mis ex-alumnos universitarios vendrán hoy al mediodía a buscarme. Me ocultarán en el maletero de uno de sus coches y me pasarán al otro lado escondido. No les registrarán en el puesto de control del puente. No son sospechosos. La visita está autorizada por motivos de estudio. Allí, en el puesto, habrá muchos sexagenarios jubilados intentando validar los salvoconductos que les permitan disfrutar de unas breves vacaciones en Ribera Nueva. Algunos, esperados por sus hijos, tendrán permiso para el reencuentro familiar. Luego, en pocos días, deberán estar de vuelta. Yo sin embargo cruzaré para siempre. Estoy aquí, en mi casa, escribiendo estas palabras que dan fe de la inminente huída. Allá no seré el mismo. Allá me deberé a la liberadora tarea de arrancarme el recuerdo de esta abúlica vida, como también el recuerdo de mi querida Beatriz. 

En Ribera Vieja, la llovizna no escampa. Hace décadas un nimbo gris devoró sin remisión las últimas parcelas de luz y quisimos creer entonces que el fenómeno sería pasajero, una breve calamidad de los dioses o de la naturaleza. Pero no. La tiniebla se había allegado para siempre, y aunque esperábamos con impaciencia la restitución de los luminosos días, una especie de incredulidad primero, una desazón vital después, se fue abatiendo silenciosamente en nuestro ánimo hasta sumirnos en la actual resignación colectiva, en la somnolencia ensordecedora que ahora a todos nos embarga. Suspendido sobre Ribera Vieja, el nimbo magnetiza nuestro ánimo y lo ha vuelto una masa exangüe, pegajosa. Somos, como él, seres cenizos. A eso nos hemos acostumbrado todos los de mi generación desde su llegada.

Una vez, en mi época de estudiante universitario, me aventuré a comentárselo a un compañero. Ninguno parecía hablar del tema. Era un tabú atroz, un velo cuyo descorrimiento se antojaba peligroso. La situación se había normalizado, institucionalizado. El compañero me miró como descreído, como si mentara una sublime estupidez:

—No pienses. Pon asunto en tus deberes y obligaciones y luego, una vez todo ejecutado, durante el fin de semana, sal a contemplar desde alguno de los miradores habilitados en lo alto de las montañas, la belleza estática de ese sudario sobre nuestras cabezas. Es un milagro tranquilizador. Acepta que ha llegado para quedarse.

Pero no podía aceptar. Tal vez desde esa desafortunada conversación en que transparenté mis dudas me hice presa fácil; tal vez desde ella, anduviera fichado por posible sedición; tal vez ella, fuera el motivo de la visita inesperada, pocos días después, de los inspectores en la entonces casa de mis padres (yo vivía aún con ellos):

—Nos han informado que anda usted propalando opiniones insidiosa en torno a la llegada del Elemento Aéreo Estabilizador ¿No cumple la llovizna con sus expectativas vitales? Sabe perfectamente que puede concertar una cita con un especialista mental y exponerle sus dudas y miedos sin necesidad de andar con opiniones no ajustadas a ley.

La visita al principio me amedrentó y me decidió a recluirme aún más si cabe en las rutinas establecidas, en lo oficioso. Sin embargo urdía mi plan: Terminé mis estudios, conocí a Beatriz, me casé con ella y me hice profesor titular en la universidad. Luego ascendí, confieso, más como premio a una impostada lealtad que a una capacidad docente probada. Fue fácil trepar. Y también mentir: en verdad, yo era uno de los que alentaba la actividad subrepticia de mis jóvenes alumnos en la universidad. Como resultado de ello, unos cuántos migraron al otro lado del río escapando de la vejez prematura que nos cercaba. Fundaron su ciudad, Ribera Nueva, bajo el cielo diáfano y prometedor que el nimbo inexplicablemente no podía alcanzar más allá del cauce. Hoy los hijos de aquellos primeros disidentes regresan en mi busca. Me consideran una reliquia intelectual, un referente vivo de su lucha.

Sabía que este día, el día de la inminente huída (o de mi rescate), habría de llegar. Miro por la ventana y veo en el cielo el límite en donde se difumina, sobre el cauce, este monstruo combado y mercurial que nos preside y aplasta. El cielo resiste más allá del río con su rabiosa claridad. Son los celajes de una antigua esperanza, de una antigua rebeldía; tan antigua que pareciera venida de trasmundo. Beatriz salió muy temprano a sus planificados quehaceres, complaciente con las directrices gubernamentales. No estamos mal, nunca lo hemos estado. Somos un matrimonio bien avenido, dentro de orden, felices, pese a a la falta de hijos. Pero ¿cómo seguir respirando este desdén compartido que bajo la apariencia de orden socava hace ya años nuestras primigenias ansias de vida? Me voy y Beatriz nada sospecha de la visita que anunciaron mis subversivos pupilos. 

Los muchachos están por llegar. Tengo ya preparada la maleta. «Le necesitamos aquí, profesor. No habrá retorno» me había dicho uno de ellos días antes al teléfono. Con la excusa de que necesitaban de unas clases magistrales de mí, las autoridades les permitieron la entrada. Dado el status quo convenido entre ambas riberas, nuestras autoridades siempre están dispuestas a ello con el fin de convencer ideológicamente a estos jóvenes que -dicen- viven en el desorden vital en Ribera Nueva.

Tocarán a la puerta. Me apremiarán nerviosos pero con júbilo, como una pandilla de tramposos que vinieran a llevarse a un amigo al que le tienen preparada una fiesta. Son chispa pura, fuerza y amor incondicional. Adentrarse en esta parte nuestra sin quedar atrapados no es cosa fácil para estos muchachos. El nimbo ejerce una rápida influencia invisible que envejece cuánto toca. Dos o tres horas aquí es suficiente, devastador para esos delicados corazones. Esto es zona sin esperanzas, sometida, muerta en vida. Son mis héroes. Mis pequeños intrépidos. Mis felices carontes, a los que pagaré con el óbolo de mis ideas críticas.

Ya oigo la luz de sus tiernas voces tras la puerta. Cuchichean y ríen secretamente sabiéndose protagonistas de la incipiente gesta revolucionaria. Ya el tímido golpe en la madera me reclama. 

Es la hora de mi huída. Es la hora del sol de la rebeldía.

30 de abril de 2024

David Galán Parro

(*) La historia del relato tiene un parecido lejano a la de un relato de Adolfo Bioy Casares titulado Planes para una fuga al Carmelo.

Un pasaje caro

Ya tengo novia. Por fin. Se me pasaba el arroz y llevaba años sin follar regularmente con una mujer que me gustara de verdad. Y mi novia folla muy bien. Me folla.

Me encanta cuando dice: «Lo que tú quieras, mi amor, lo que tú quieras» Y la palabra «amor» suena a piel y a carne y a pecho y a coño y a nalgas. Nunca pensé que pudiera sonar tan desprovista de romanticismo. Sobre todo dicha así, en la intimidad de cuatro paredes, es como descubrir de repente un cielo azul despejado. Desde que somos novios, he comprendido que todo lo que se ha escrito sobre el amor es pura mierda.

Pero, evidentemente, pago mi pasaje. En un buen crucero nada sale gratis a no ser que estés como polizonte. Y mi novia es lista en detectar polizontes. Una vez se zafó de uno en cuanto confesó que en su oficina había una compañera jovencita y guapa que se le había insinuado. Lo echó no como a polizón, sino como a rata de barco. Con ella es mejor tenerlo claro: no compite en segundas ligas con otras.

Repito: pago caro mi pasaje. Navegar en semejante transatlántico no es cosa de adolescentes. Por la calle, cuando caminamos juntos de la mano, los hombres nos miran. Primero a ella; luego a mí. «No cuadra» deben pensar. Sé que se recomerán por la noche imaginando que soy para ella un dominador sexual con arneses o cosas por el estilo; o peor, un intelectual que le recuerda a su padre, intelectual también, prematuramente fallecido. ¿Lo ven? Estoy curtido en imaginar lo de otros. Fui uno de ellos. 

Una vez alguien se extralimitó más allá de la simple mirada. Era de noche. Estábamos solos en mitad de una plazoleta mal alumbrada junto a una fuente. En ese momento, sin yo esperarlo, me tomó de la cabeza y me besó con pasión. Fue entonces que vi de reojo salir de un callejón en sombras a un tipo corpulento con muy mala pinta y, aunque el beso seguía y yo hacía por mantener la calma, pensé: «Se acabó». Pero cuando pasó a nuestro lado el tipo gritó eufórico: «¡Qué sueeeerrrrte, bro!» La anécdota es real como la vida misma. Lo juro.

Mi novia se agobia en las zonas de playa que se atiborran de turistas ingleses o alemanes. No le gusta esa gente; cómo invaden las terrazas de la avenida, cómo miran plácidos el mar mientras toman. Detesta especialmente a los de edad avanzada con sus caras enrojecidas por el sol, sus carnes flácidas, sus canas llenas de plenitud, sus sonrisas satisfechas. Para ella no han conocido lo jodido de la vida; creen que el mundo gira en torno a la fiesta que se tienen montada y que somos sus criados. Es lo que ella opina. «Cariño, gracias a ellos comemos muchos aquí» intento atemperarla. Pero ella no tiene por qué dar argumentos. Esa gente no le gusta y ya, tema zanjado. Así que nunca voy a la playa ni paseo por la avenida con ella. No quiere.

El campo en cambio sí le gusta. Es otra cosa. Las montañas, el silencio,  el aire limpio, la caída de la tarde. El otro día fuimos en coche -yo conducía- y avistamos un hato de cabras retozando sin tino a lo lejos. «¡Qué graciosas!» exclamó y me miró con los ojos iluminados por la alegría. Y en verdad eran graciosas. Y el hecho de que le resultaran graciosas también era gracioso. Nunca pensé que me pudiera reconfortar tanto la visión de unas cabras como el otro día. Como nunca pensé que unas cabras pudieran traer un momento de paz en la relación con una mujer.

Ya de noche, de vuelta en la ciudad, como ella tenía prisa por llegar a casa tuve que dejarla en dónde había estacionado el coche. Cuando se apeó, miró a su parabrisas: en una de las escobillas se aireaba una nota de multa. Se volvió con la cara crispada, recriminadora:

—Mira que te dije que esa puta aplicación de parking no iba a funcionar. Seguro que no había cobertura allá tan lejos y no se pudo renovar el tiempo. No debí hacerte caso. Debí buscar un aparcamiento que no fuera de pago. Encima que pago mis impuestos, tengo que pagar por aparcar ¡Y así y todo me multan!

—Cariño, era la mejor solución. No ibas a encontrar nada gratis.

—¿Ah no? ¿Pues sabes que te digo? ¡Que me la vas a pagar tú! —y arrancó el papelito del parabrisas y se metió en el coche sin darme el beso de despedida.

Estuvo así dos semanas, sin aparecer. Me tuvo al principio a base de mensajes cortos por whatsapp. Ni un mísero corazón. Luego fue aflojando. Yo me moría por follar con ella. Al final cuando volvió no se habló del tema. No hacía falta. Me miró a los ojos, me sonrió y dijo quedamente:

—¡Qué paciencia tienes!

El corazón me dio un vuelco. Esa tarde follamos como locos.

23 de abril de 2024

David Galán Parro

Didáctica de la Literatura (2): El viajero extraviado

Subrayar el texto

Estoy con mis alumnos y subrayamos el siguiente texto:

Transcribir lo más fielmente la parte subrayada sin perder la continuidad narrativa

«Érase un campesino cruel con los perros.

Un día de invierno, fue a las montañas y se perdió. Entonces se resbaló y cayó por un precipicio. Llamó a gritos, pero nadie llegó. Tenía una pierna rota y no podía salir de allí. Iba a morir congelado.

De pronto un perro grande apareció. Llevaba una manta en el lomo y un barril de alcohol sujeto al cuello. El campesino bebió alcohol, se envolvió con la manta y se tendió en el lomo del perro. Entonces el perro lo llevó a un lugar habitado y lo salvó.

Al final, el campesino fundó un hogar para perros como el que le había salvado.»

El texto esta listo ya para ser aprendido de memoria y poder ser reproducido oralmente.

*****

Con este ejercicio se cubren varios objetivos para un niño:

  • Aprende a quedarse con lo sustancial y desechar lo accesorio.
  • Queda clara la continuidad narrativa.
  • Prepara un texto para ser aprendido de memoria y asimilado.

Al final de la clase pregunto: «¿Qué cambio se produce en el protagonista a lo largo de la historia?» Un alumna me respondió: «El campesino era al principio cruel con los perros y al final se hizo bueno con ellos» Con esta pregunta voy preparando al alumno a que distinga entre  los conceptos personajes planos y personajes redondos.

David Galán Parro

17 de abril de 2024

Mis espejos

Una vez, en una clase de filosofía el profesor, Francisco Umpiérrez Sánchez, me preguntó: «¿Ves espejos en tu día a día?»

Busqué en mi interior casi vacío de representaciones particulares, la representación de los espejos que pueblan mi cotidianidad. Representármelos me resultaba un acto extrañamente difícil. Sin embargo mi conciencia, llena de conceptos universales abstractos, sí respondió: tomó de entre ellos, el concepto de espejo que Borges me regaló y que yo malogré usándolo en un escrito de amor al decir: «el laberinto de espejos que te multiplica y te esconde». El peso de los conceptos era superior al de mis representaciones.

Entonces me vino a la memoria una representación: unos días antes me había asomado al espejo del baño abrazado a mi novia y ese hecho había sido decisivo para ella. Tímida o con un lacerante sentido del ridículo, mi novia rehuía una y otra vez esa visión compartida de nosotros mismos enmarcados en la tersura del cristal azogado (huelga decir que también rehuye las fotos por delatoras). Era un milagro que aconteciera dado el terco rechazo que le inspira su imagen reflejada. Nos miramos con calma y amor. Al fin el espejo fue sabedor de la satisfacción de mi necesidad: verme duplicado con ella. Momento que era el triunfo de ciertos hábitos básicos para la mutua convivencia. Así la palabra «espejo» tenía ese contenido aquella tarde en la que se cruzaron los más íntimos momentos con el discurso teórico de mis clases de filosofía. Nombrar la palabra era representarme una vivencia particular de mi vida privada, a la vez que la vivencia representó para mí en su momento liberación.

Sin embargo, el profesor me preguntó: «¿Pero sólo te representas eso cuando quieres hablar de los espejos según tu vivencia diaria? ¿Y los espejos retrovisores de tu coche?»

Y sí, son otros espejos y sin embargo la misma cosa. Son otros espejos cargados de un contenido práctico diferente. Y de la experiencia que con ellos he tenido no emana la satisfacción de mis deseos, ni la certeza de mi unión con mi novia, sino el miedo al accidente, la obligación de poner en práctica el sentido de la precaución, la invitación también a imaginar el desastre de un accidente y sus consecuencias ¡Qué diferente representación! Son espejos cargados de la posibilidad de un futuro negativo. Espejos de mal agüero. Espejos oscuros, no luminosos pero espejos al fin como el que recibió la imagen de una mujer sin miedo ni timidez en mi cuarto de baño.

Así descubro mi vivencia particular en el concepto universal abstracto «espejo» y a través de ese concepto busco, conozco y vuelvo a sentir. El concepto media en mis nuevas percepciones. Al fin mi concepto «espejo» toma su carne, que no es otra que la que me da primero con alegría y dolor mi propia vida, mi propia práctica: Mi concepto universal abstracto «espejo» viajando hacia su modo de ser concreto.

David Galán Parro

17 de abril de 2024